Abuelos de la nada

Divino tesoro 

Facebook ya no sabe cómo atraer al público joven y piensa que un site de  memes llamado LOL es una buena idea
Hace no mucho, una polémica causó furor en las redes, como dicen los periodistas. “Sangría”, un tema que los raperos locales Trueno y Wos lanzaron a fines de julio, incluía un verso que hirió el ego de buena parte del público: “te guste o no te guste somos el nuevo rock and roll”. Como todos sabemos, en cualquier provocación el que se enoja pierde. Y en este caso perdieron nuestros rockeros, que no tardaron en salir a defender vaya uno a saber qué.
No fue la primera reyerta entre las tribus. En 2018 Duki se presentó en los Premios Gardel y a toda orquesta puso sobre la mesa la comparación: “ya me siento como un rockstar/ cojo putas como un rockstar/ tomo pastillas como un rockstar”. Y el que levantó el guante fue nada menos que Charly García, que pasó a retirar su premio y dijo “hay que prohibir el autotune”, en clara referencia a uno de los recursos preferidos de los traperos de aquí, de allá y de todos lados.
Es fundamental entender que en una discusión así todos están equivocados. Pero algo hay en esa guerra por el control del concepto de rock. Porque lo que está en disputa no es un género musical o la cercanía con lo auténtico. La pelea es por la representación de la juventud. Y es una pelea que, a todas luces, el discurso del rock no tiene manera de ganar. Sin embargo, esto no quiere decir que el rock esté muerto (si es que eso acaso significa algo), ni en Argentina ni en ningún lugar del mundo. Por el contrario, todo parece indicar que el rock ha iniciado su osificación definitiva, aquella que le permitirá alcanzar su tan profetizada inmortalidad.
¿Qué es el rock?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. Aunque Elvis y Little Richard pusieron en marcha los engranajes, fue con la tríada Bob Dylan-Beatles-Rolling Stones la primera vez en la que el rock no se conformó con ser un producto apuntado a tomar por asalto las billeteras de los adolescentes, esa masa de consumidores recientemente inaugurada por el mercado, sino que quiso hacer de esas canciones y esos cortes de pelo marcas de una verdadera identidad cultural. La juventud había encontrado a sus representantes en la arena de la cultura, aunque ya para el final de la década estaba agotada: los Stooges cantaban en “1969” que ya ese era “otro año sin nada para hacer”. Después pasó lo que tenía que pasar: Elvis se murió, el punk denunció que el rock era una basura que había que destruir desde adentro y listo.
Desde entonces no pasó absolutamente nada. El rock y los rockeros llevan casi medio siglo sin hacer otra cosa que envejecer. Durante décadas se confundió la persistencia del negocio con la vigencia del género, y lo cierto es que mientras los punks en Londres y Nueva York hacían decir por primera vez “el rock está muerto”, en las calles de Brooklyn los chicos empezaban a cocinar el hip hop. Los detalles del proceso no son para debatir ahora, pero la forma de la música popular del presente empezó a definirse en ese momento.
 ¿Cuándo fue que se rompió ese vínculo entre rock y juventud? ¿Cuándo dejó de ser una herramienta de expresión lo suficientemente buena para darle voz a toda esa masa de gente? Es cierto que ‘la juventud’ es un colectivo demasiado heterogéneo, pero también es cierto que el rock supo ser tan heterogéneo como esa misma juventud. En algún punto, esa era su fortaleza.
Si de ponerle fecha a la jubilación del rock se trata, es difícil decir cuándo sucedió. Pero fue cerca del cambio de milenio: Metallica les hacía juicio a los fans que bajaban sus discos por internet, la Rolling Stone estaba entregada a la tarea frenética de inventariar y ordenar el primer medio siglo del género y los Strokes eran “el segundo advenimiento de la Velvet Underground”. La desconexión con el público, la canonización de sus grandes figuras y la nostalgia de la crítica parecían señalar todas al mismo lugar: el pasado. ¿Y quién ha visto alguna vez a un joven recordar algo? En esos primeros años después del Y2K se dio tal vez el fin del “siglo corto” del rock. Lo que vino después fue todo sobrevida. Pero todo concluye al fin.
 
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El testimonio de que el rock ya no es patrimonio de la juventud está en la forma en que hablamos de él. En el mundo de las redes sociales y del hambre de contenido no hay mayor tiranía que la de las efemérides. Todos los días conviven el 25º aniversario de algún disco de britpop con las millones de personas que consideran a toda esa música una lengua muerta, por el hecho de que hace veinticinco años apenas habían nacido sus hermanos mayores, una verdadera institución de la transmisión cultural a través de las ramas del árbol genealógico.
 Sin ir más lejos, el acontecimiento rockero del año es que Bob Dylan sacó un disco. Y no es este el momento de discutir sobre Dylan, pero por la longevidad tanto de su música como de su cuerpo parece haber alcanzado una especie de condición papal. Se trata de un disco publicado por un señor de casi ochenta años que ya enterró a casi todos sus contemporáneos y que ahora, a poco de que este milenio empiece su tercera década, canta durante diecisiete minutos sobre el asesinato de Kennedy o reúne en una estrofa a Indiana Jones, Anna Frank y los Rolling Stones.
Las letras recitadas, la banda que presume su oficio en el blues y su sutileza en las baladas más country: todo el espectro del disco parece alejado del registro sonoro del rock. Pero Dylan fue uno de los que primero dejó en claro que no importa que una canción fuera de tal o cual forma, sino de que fuera la herramienta para que su generación dotara de sentido a su época. No es que Rough and Rowdy Ways sea únicamente un testimonio del siglo XX, sino que es el siglo XX lo que informa y conforma al disco, a sus canciones, a su autor y, sobre todo, a su género.
Tal vez el rock haya sido una de las claves que tuvo una parte de la humanidad, llamémosla “Occidente”, para contarse el presente desde la bomba de Hiroshima en adelante. En un mundo al que le habían pronosticado que no sería posible hacer poesía después de Auschwitz, el rock se las ingenió para darle forma a la posibilidad de una vida en un planeta en peligro de extinción. A esa tarea, parece sugerir el disco, sigue abocado Bob Dylan. A explicar y explorar el modo en que esas transformaciones, algunas impulsadas por él mismo, pueden moldear una biografía, una época. Las canciones de Rough and Rowdy Ways son ese intento de Dylan por hacer que esa memoria persista más allá de él. Es un testamento, un género textual al que el rock se ha hecho cada vez más adepto. Y que Dylan haya escrito un testamento no significa que el rock mismo lo haya hecho, aunque se parece mucho.
¿Tendrá razón Trueno en su provocación? ¿Será una expresión de deseos? ¿Sienten los traperos el propósito de desentrañar la maraña de sentidos que es el presente? No suena descabellado creer que, incluso si lo tuvieran, difícilmente estén dadas condiciones como las que tuvo el rock para consolidarse de forma tan monolítica en el centro de la cultura de los jóvenes. Pero tampoco es un delirio creer que, en todas sus variedades y emergencias, el hip hop se ha convertido ya en una nueva lengua universal. En todo caso, Dylan en Rough and Rowdy Ways parece demostrar por qué, por más que Charly García le lance indirectas a Duki, la juventud no puede seguir siendo patrimonio del rock. Es que, como dice la canción, hoy es hoy, ayer fue hoy ayer.
 

Este artículo fue publicado originalmente en Revista Bache.

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