Para Chester Bennington, a destiempo

 Chester Bennington and Linkin Park No. 3 | Photography | Limited Runs

Mis papás me compraron Hybrid Theory, el primer disco de Linkin Park, más o menos cuando salió. No me acuerdo a dónde habíamos ido esa noche, pero me acuerdo de estar en el auto volviendo a casa con el CD nuevo en las manos, muy emocionado con el regalo. No tengo claro si lo pedí yo o me lo ofrecieron, pero pusimos el disco en el coche y empezó a sonar la que era, hasta ese momento, la obra más perfecta del nü metal. Mi hermano mayor desaprobaba todo lo que escuchaba. En esa época nos dividía una barrera infranqueable: él estaba del lado de afuera del colegio secundario, yo seguía atrapado adentro.

Del lado de adentro no había muchas opciones. Del lado en que escuchar música en inglés, jugar a los videojuegos y no poder patear una pelota de fútbol lo ubicaban a uno en un cruce de coordenadas muy específico dentro del ecosistema colegial, Linkin Park era un faro. De un día para el otro, como les pasó a los punks con los punks y a los chicos de los 90s con el grunge, para un grupo muy especial de gente –la gente como uno–, Linkin Park encarnó esa visión que una vez cada tanto el rock supo ofrecerle a la juventud: ahí en el escenario, en la pantalla del televisor, hay alguien como vos. Un pibe que escucha la misma música que vos, que usa los pantalones embolsados y las zapatillas gigantes como vos, que está obsesionado con los robots y los japoneses y con los robots japoneses como vos, que vive la mitad de su vida a través de una computadora como vos y que sufre como vos, sufre de un modo que, y este es un capricho tuyo que él acepta felizmente, se parece a tu forma de sufrir. Ese alguien, para mí, era Chester Bennington, el cantante de Linkin Park.

                Chester Bennington se murió el 20 de julio de 2017. No me acuerdo qué estaba haciendo ese día, en qué situación me encontró la noticia. Creo que en ese momento ni siquiera me apenó lo suficiente. Ya habían pasado más de quince de años de aquella noche en que mis padres se arrepintieron instantáneamente de haberle dado play a ese CD en el auto. Como es de esperar, quince años después de tener casi quince años uno ya no es la misma persona. Es decir, uno siempre es la misma persona, claro está, pero los adornos de la personalidad van cambiando con el tiempo. Los gustos van y vienen; la fragilidad de nuestra psiquis es para siempre. Pero estoy divagando.

                Lo que quiero decir es que cuando Chester Bennington tomó la decisión de terminar con su vida, hacía mucho que yo no sabía nada de él. A pesar de esa fascinación inicial, Linkin Park no fue la banda que más definió mis siguientes pasos. Enamorarme de cierta chica, tener acceso a toda la discografía del planeta en mp3 y estar siempre atento a los comentarios de mi hermano mayor fueron algunos de los motivos por los que mi camino se torció aquí o allá. La banda también estaba, como corresponde, enfrascada en su propia búsqueda. Y se lo tomaron con calma. Antes de sacar su segundo disco publicaron unos remixes del primero, por ejemplo, que mostraban que su horizonte estaba cada vez más orientado a las máquinas y al delirio ciberestético de las skins de Winamp, mientras que yo me aferraba a aquello que para mí me hacía más singular entre mis conocidos, que era la afición por la música más “difícil” de escuchar. Para colmo, el discurso mediático sobre el nü metal, a la luz del éxito de los Strokes, los White Stripes y las bandas con guiños a un rock más tradicional, empezó a señalar que esas bandas tan propensas a los desbordes y la violencia gratuita eran la versión con daddy issues del hair rock de los 80s. Y yo, que ya había decidido que mi único destino posible sería el de convertirme en el oyente más sofisticado de un grupo social al que le importaba un bledo mi sofisticación, caí en la trampa de creerme todo eso. No hay peor sordo que el que escucha lo que otros quieren que escuche, y ese sordo era yo.

                Esa sordera me había impedido detectar que los integrantes de Linkin Park tampoco parecían tan convencidos de que el nü metal, acaso el heavy metal en general, fuera el sonido del futuro. Hay una canción en Meteora, su  segundo disco,  que parecía una señal de cómo se desarrollaría el sonido de la banda. Si el nü metal se caracterizaba por esa mezcla tan emocionante de partes violentas con partes suaves, de melodías con versos rapeados, de gritos con voces “limpias”, “Breaking the Habit” se quedaba sólo con la mitad de todo eso. Es una canción en la que Chester Bennington canta casi sin gritar, en la que Mike Shinoda se aboca a su instrumento en vez de rapear y en la que las guitarras dejan de lado la distorsión y el machaque metalero para puntuar un riff que acumula una tensión que no llega a liberar del todo. Pero los scratches del DJ, los repiques de la percusión electrónica, el videoclip que parecía un animé, todo eso que también era Linkin Park estaba ahí. Es una canción que en ese momento era casi una balada, pero sólo por su falta de agresividad. El tema va rápido, acelerado por una urgencia que lo mueve constantemente hacia adelante. Y, sobre todo, lo que tenía en común con el sonido de Linkin Park era su emocionalidad. Aunque las guitarras pesadas y los gritos parecían indicar otra cosa, la principal cualidad del grupo era el trabajo sobre todo lo que Chester Bennington jamás decía pero que se dejaba adivinar en las arrugas de su voz.

                Yo no lo sabía porque la banda para mí no era, en ese momento, lo suficientemente “experimental” ni era, más adelante en el tiempo, lo suficientemente “tradicional” como para que le siguiera el rastro, pero después de Meteora Linkin Park fue adoptando año tras año, disco tras disco y canción tras canción, ese enfoque cada vez más pop que provocó la clásica fractura entre los fans que preferían su primera época y los que habían llegado después, seducidos por esa nueva sensibilidad.

Mi reencuentro llegó de forma totalmente azarosa, cuando salió el Pro Evolution Soccer 2018. Jugando a ese juego, descubrí que cada tanto prefería quedarme en el menú pre-partido en vez de ir al partido propiamente dicho. Había una canción que me llamaba la atención por su melodía, por sus arreglos electrónicos y por la voz que la cantaba. Era “Battle Symphony”, de Linkin Park. Por supuesto que no me di cuenta en el momento. Habían pasado muchos años y como yo había cambiado, sin dejar de ser el mismo, también Linkin Park había cambiado. La canción era exactamente lo que la banda había anticipado que podía hacer en “Breaking the Habit”, sólo que ahora ese sonido ya parecía más normal para ellos que excepcional.

Cuando finalmente supe de quién era el tema, Chester Bennington ya se había muerto. En retrospectiva, esa canción que parecía más un himno diseñado para celebrar la fuerza de quien se enfrenta a esa guerra que es la vida resultó ser una confesión descarnada de un alma sensible que se aferraba sus últimos días con la poca fuerza que le quedaba. Pero todo esto que escribo en este párrafo lo comprendí después. Lo comprendí muy de a poco cuando, no sé todavía por qué, sentí cada vez más seguido la necesidad de escucharla. Fueron varias noches en que de un modo u otro me descubría buscándola en YouTube, leyendo la letra atentamente y haciendo click en los videos relacionados para volver a escuchar algunas canciones de Linkin Park que ya conocía y otras que no había oído jamás.

Poco a poco, ayudado por los comentarios en los videos que lamentaban la pérdida de Chester Bennington, su muerte y sobre todo su ausencia comenzaron a pesarme cada vez más. Comprendí, al cabo de un tiempo, que me dolía que su final haya sido así. Que fuera ése el capítulo final de la biografía de alguien que hizo ese milagro del que habla Bruce Springsteen, el de hacerle creer a un hatajo de personas sin fe y llenas de dolor que “cuando el mundo está en su mejor momento, cuando nosotros estamos en nuestro mejor momento, cuando la vida se siente más completa que nunca, uno más uno es igual a tres.” Ver a alguien que dedicó su vida a ofrecerle a tanta gente esa esperanza efímera sucumbir ante el peso de su existencia, y ver también su herencia, la miríada de anécdotas de superación, de resistencia, de dolor y de alegría que viven en sus canciones, hizo que la figura de Chester Bennington volviera con una potencia inesperada a mi vida.

Hoy, justo antes de ponerme a escribir esto que no sé por qué escribo, escuché otra canción de Linkin Park, “One More Light”, que es muy dolorosa. Es Chester Bennington despidiéndose sin que nadie supiera que se despedía. Es una canción hermosa, que me hizo llorar. Que me hace llorar ahora que pienso en ella y que pienso en ese hombre que alguna vez creí que era un chico como yo. Alguien que estaba atrapado del lado de adentro y que construyó una montaña de amor para miles de personas que no conocía y que, por un capricho suyo que aceptamos felizmente, de una forma u otra logró salir de su vida para vivir en la nuestra.

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