John Frusciante Appreciation Week




I.

Un recuerdo: conversábamos con mi hermano mayor sobre la "rivalidad" entre Metallica y Megadeth, dos bandas fundacionales del heavy metal californiano de los ochentas. La pregunta, que yo traía de un foro de internet y se la hacía a él: cuál de los discos más importantes de ambas bandas, lanzados casi al mismo tiempo, era mejor. Es una pregunta estúpida, como casi todo el periodismo de rock, pero, como casi todo el periodismo de rock, también servía como entretenimiento. Mi hermano mayor -siempre wise beyond his years- prefirió no elegir, porque una elección entre dos cosas tan parecidas la dirime la pasión antes que la razón, y en vez de eso dijo algo en lo que sigo pensando todos estos años después: ambos son discos sobre los que se puede fundar una adolescencia.

                O algo así.

                Para ese momento, mi hermano ya no era un adolescente o estaba a punto de dejar de serlo. De hecho, ya se encontraba por completo inmerso en, e incluso puede que ya hubiera terminado, un proceso que marcó profundamente su postura frente al rock y su miríada de estéticas posibles. Ese proceso consistía en ir al Parque Rivadavia a vender su CDs de heavy metal para comprar así discos de rock sónico¸ como él lo llamaba. Sonic Youth, My Bloody Valentine y sabe Dios qué más. Esta transformación, que él mismo podría contar mejor, ya estaba en marcha y se aceleraba gracias a la ayuda de la internet de banda ancha, el auge del mp3 y la presencia del Audiogalaxy en nuestras computadoras equipadas con grabadora de CDs vírgenes.

Recuerdo, porque este texto se trata más que nada de recuerdos, que alguna vez le dije a mi madre algo como “Cuando sea más grande, no voy a ser como Pablo. No voy a vender mis discos y voy a seguir escuchando la música que escucho ahora”. La profecía no se cumplió. En primer lugar, porque nadie es profeta en su tierra y yo pretendí otear el futuro en el living de mi casa, un sábado al mediodía. Pero además, porque esa bola de nieve de archivos de audio y CD-Rs ya estaba en marcha y todo el concepto de “colección de discos” que la Humanidad conocía estaba por desaparecer de la faz de la Tierra. Todavía no lo sabíamos, claro. Durante algunos de los años que siguieron llegué a enorgullecerme de mi colección de CDs copiados que cada día se escuchaban peor. Eran, llegaron a ser, casi trescientos discos, cuidadosamente seleccionados y evaluados para saber si eran dignos de pasar del formato digital al físico, de la computadora en el escritorio compartido al equipo de música de la intimidad de mi dormitorio.

Lo que quiero decir es que para cuando llegó el momento en que yo mismo comencé ese proceso de refundación de mis gustos, esa parte dos de la adolescencia en la que uno adopta su primera postura para resistir los embates de la vida adulta, mis discos no valían una mierda. Podía ir y vender mis CDs de Limp Bizkit y Korn pero a cambio de qué. ¿Chirolas? ¿Y con eso qué me iba a comprar? En esa época ni siquiera me drogaba y los CDs de verdad empezaban lentamente a volverse más caros. El dinero no servía para casi nada. Más rentable era juntar unos billetes y comprarse una pila de discos vírgenes. Pero si para hacer eso debía vender, terminaba intercambiando un producto de buena calidad por otros muy inferiores. Y para colmo, yo era, soy, un fetichista irremediable. Alguien capaz de sentir verdadero amor por los objetos, sobre todo por los más viejos. Pero estoy divagando.

En esa segunda etapa de la adolescencia, y echando por tierra mi pronóstico a muy poco de haberlo enunciado, ya casi no escuchaba la misma música. De hecho, un poco me avergonzaban mis gustos pueriles. Ahora ya no tanto. No abjuro de esa época porque ahí encontré las bases para mi curiosidad musical. Aunque más importante sería lo que vendría después y que comenzó el día que empecé a escuchar los discos de John Frusciante. De esos discos se trata este texto.

II.

John Frusciante lo tenía todo. Era -había sido- heroinómano. Esto lo emparentaba con Kurt Cobain, uno de mis ídolos de la guitarra eléctrica, la distorsión y la sensibilidad junkie. También era integrante de los Red Hot Chili Peppers, la banda que me empezó a gustar porque le gustaba a la chica que me gustaba en algún momento. Esas dos cosas me permitían unirlo con mi pasado más inmediatamente reciente. Pero además encontré en Frusciante algo nuevo para mí. Música con un sonido que hasta ese momento desconocía. El primer disco suyo que escuché, To Record Only Water for Ten Days, había sido grabado principalmente en un minidisc y postproducido en un estudio profesional. Fue mi primer acercamiento al lo-fi. Pero además yo, en ese momento, era el único, o al menos eso creía, de mi grupo social que se acercaba a algo así, a la música que no pasaban en el “Rock versus Pop Weekend” de MTV. O al menos eso creía. En definitiva, se trataba de algo diferente, con un anclaje en lo conocido pero con la posibilidad de proyectarme hacia lo desconocido. Era excitante.

Así que empecé a escuchar mucho ese disco. Era el año 2003 de nuestro Señor. Al año siguiente, John Frusciante hizo algo que cambiaría mi vida para siempre: sacó seis discos. No a un promedio de uno cada dos meses sino uno a principios de año y, a partir de julio, uno por mes. Esa catarata de lanzamientos fue una explosión para la que no estaba preparado. Porque con los discos vinieron las entrevistas. Y ahí, cuando las empecé a leer como buen fan, descubrí a un tipo que quería más a su colección de vinilos que a la mayoría de las personas. Frusciante fue el responsable de que me interesara tanto el hardcore de Washington DC como Public Image Ltd. o Cat Stevens. No llegué a engancharme nunca con Cat Stevens, pero si no fuera por esas entrevistas jamás habría escuchado Tea for the Tillerman ni sabría que hoy en día se hace llamar Yusuf Islam. Frusciante fue el primero que me hizo saber que existían Bow Wow Wow y los Talking Heads, el primero al que vi poner a Robert Fripp y Sly & The Family Stone en la misma oración.

Era, en definitiva, un nerd del rock a un nivel que yo nunca había visto. No sólo porque a los 18 años se internaba veinte horas en su habitación para aprender a tocar temas de Frank Zappa, sino porque fundamentaba cada opinión, cada declaración que le daba a los periodistas, en una canción, en algún guitarrista, en un determinado productor. Si lo convocaban para decir algo en el homenaje a The Cure que organizaba MTV decía algo como “Durante la gira de Californication escuchaba las guitarras de Disintegration sin parar”. Si tenía que poner algo sobre cómo grabó Shadows Collide With People en una gacetilla de prensa explicaba que “con Josh Klinghoffer estudiamos obsesivamente las armonías vocales de los Beatles para grabar este disco”. Y así. Frusciante fue el que me enseñó que nadie crea en el aire, que existe un continuo de afinidades en el arte que dan origen a tradiciones y que el rock, gracias a la velocidad industrial conferida por el mercado, era de las expresiones musicales que más rápido habían fundado una extensa, diversa y múltiple tradición estética. También Frusciante me enseñó que todo contacto con la tradición es tan pedagógico como caótico y que no existe forma de otorgarle valor a los elementos que la conforman si no es a través de la propia biografía. Y lo más importante que Frusciante me enseñó, y que tardé algunos años en comprender, es que el punk rock es la fuerza más poderosa del universo, que ha existido mucho antes y mucho después de 1977 y que si algo pasó ese año no fue tanto que los Sex Pistols grabaron su primer disco sino que Iggy Pop y David Bowie se encontraban en el corazón de Berlín Occidental escapando de la guerra fría del espíritu que, como el vendaval del mundo en la canción de Leonard Cohen, ya había atravesado el umbral y derrocado el orden de las almas.

Quiero decir: Frusciante fue, de alguna forma, mi sensei. El que me hizo sentir que existía algo más allá de mi carne, el que me hizo saber que uno no es más que una parte ínfima de un todo y el que escribió las canciones que sonaban mientras me enamoraba y me destrozaban el corazón.

 

III.

Con el mundo en estado de animación suspendida por una enfermedad que nos ha metido a todos en nuestras casas y que se ha colado, con su insoportable contemporaneidad, hasta en las entrañas mismas de este texto, no es mucho lo que los trabajadores de oficina podemos hacer por este planeta. Somos seres débiles, incapaces de conectarnos con las funciones más primitivas de nuestro cuerpo si no es corriendo detrás de una pelota sobre pasto sintético un par de veces por semana. En momentos como este, hasta nuestros tristes destinos de hacinamiento en el transporte público y en ascensores de dependencias gubernamentales se ven interrumpidos. Frente a nosotros, entonces, el abismo: la introspección.

                Sin estar al principio al tanto de la cuestión de los aniversarios, hace unos días decidí volver a escuchar esos discos que en algún momento habían sido tan importantes para mí. Fue pocos meses después de que se cumplieran quince años del lanzamiento de Curtains, el último disco de la seguidilla que Frusciante grabó en 2004 y que salió cuando empezaba el año siguiente. No fue algo planeado. Las ganas de escuchar uno de esos discos me fueron llevando al próximo, y cuando me quise dar cuenta estaba inmerso en algo que los chicos de hoy en día llamarían una “John Frusciante Appreciation Week” en sus redes sociales del demonio.

                Por un lado, las canciones seguían ahí y seguían emocionándome, sobre todo porque son buenas. “The First Season”, “The Will to Death”, “Time Tonight”, “Central”, todas se pueden escuchar y disfrutar porque son, más que nada, grandes canciones. El paso del tiempo me permitió idolatrar menos a Frusciante y comprender que alguien que saca siete discos en once meses no necesariamente tiene un arsenal inagotable de música increíble que compartir con el mundo. Ahora que estoy menos fanatizado entendí que buena parte de esos discos eran más valiosos por el punto que trataban de demostrar (algo sobre la forma de trabajar de un artista, algo sobre los modos de producir un disco, algo sobre la identidad de un cantautor) que por los temas que los conformaban. No está mal. Si algo concluí es que son discos que todavía pueden lidiar con el paso de los años, en el peor de los casos, y en el mejor hay dos o tres trabajos de altísima calidad, consistentes y enfocados en hacer entender que Frusciante les ha hecho un impagable favor de amigo a los Red Hot Chili Peppers al formar parte de su banda tosca fabricada con testosterona y heroína.

                Por otro lado, el asunto devino en una excursión por las aguas peligrosas de la nostalgia. Pude recordar como si fuera ayer la noche en que, a bordo de un micro que atravesaba la ruta 2, escuché por primera vez The Empyrean, descargado en mi reproductor mp3 apenas unas horas después de su lanzamiento. Volví a sentir en algún lugar de mi cuerpo el dolor que sentí durante meses al escuchar “Lever Pulled” en medio de la hiperbólica debacle emocional que me produjo separarme de mi novia quince años atrás. Bah, separarme: ella me dejó, obvio, si no por qué andaría llorando. Todo estaba ahí, intacto, como en las vitrinas de un museo. Sobre esas sensaciones, sobre esa manera de sentir adquirida en la práctica de escuchar obsesivamente las mismas canciones, estaba la adolescencia que me supe construir. Estas canciones lo mismo contenían mi primer acercamiento a los discos de Fugazi como mis primeras certezas sobre la alegría de amar, la persistencia del dolor y la tristeza, la certeza de que existía todo un mundo que se desplegaba frente a mis ojos y que muy de a poco dejaba de darme miedo y comenzaba a convertirse en mi mundo, es decir, en mi forma de habitarlo.

                Y supongo, entonces, que no puedo esbozar un elogio más grande para John Frusciante. En su música fue capaz de volcar no sólo una parte muy importante de su vida que, por motivos que sólo conoce él, le era importante expresar. Sino que en esas canciones y en su pasión inagotable por la música pudo transformar su sensibilidad en un puente que le permitió a un chico flaquito y tímido de Buenos Aires hacerse de un par de armas con las que enfrentar a la realidad humana y aterradora que lo acechaba. De eso, y de ninguna otra cosa, se trata el rock and roll.

Comentarios

Anónimo dijo…
A los 16 me preocupaba mucho -muchísimo- la violencia simbólica que podía caer sobre mí por mi relación de ajenidad con cierta música que "todos" escuchaban. Ese todos (no existía el inclusivo) comprendía a mis compañeros progresistas de la escuela y algunos satelitales.
Conocí a Frusciante porque me aseguraste que era lo mejor que se podía escuchar. Que era necesario. No me cautivó. Pero sí me pasó algo bueno con él.
Fui a comprarte uno de los discos de la vorágine de 2004 para tu cumpleaños. Tuve que recorrer distintas disquerías, no se conseguía fácil. Y eso ya me hizo sentir mejor.
Yo, que "no sabía nada" de música, que no tenía mucho para decir en los debates sobre "el mejor disco de...", estaba ahora recorriendo los 100 barrios porteños en una cruzada por conseguir un disco de Frusciante. Y eso, de alguna forma, era estar más cerca de la cofradía musical.
Es cierto, no era precisamente formar parte de ella, pero al menos era pasar por la puerta.
Entonces, gracias a vos y a Frusciante por ayudarme a resistir los embates de esa adolescencia de inseguridades e hipérboles.
(El texto me encantó, pero eso ya no es sorprendente).

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