La dificultad


A veces, cuando en casa jugamos al Winning Eleven y las cosas no me salen, puteo un poco. Bueno, la mayoría de las veces. Y tal vez no sea sólo "un poco". Es una mezcla de honesta frustración y del show que forma parte del ritual de estar con amigos dándole a los controles frente a una pantalla.
Pablito, que es sabio, se ríe y sin dejar de jugar me recuerda: "Pasa que esto es muy difícil". Es muy difícil, me dice, sincronizar los movimientos de los dedos con los que uno imagina para los jugadores; es difícil apretar los botones lo justo, ni más ni menos, para que al patear la pelota no vaya al cuerpo del arquero ni pase por el lado de afuera del palo.
Quien haya jugado al menos una vez un partido de fútbol, aunque sea en una cancha de 5, lo sabe también: es muy difícil. Manejar el propio cuerpo de uno, sólo ese cuerpo, la velocidad, la resistencia aeróbica, la rotación del pie para dar un pase, la ubicación del otro pie para disparar al arco: todo eso es muy difícil. Y además de eso está el rival, que presiona, empuja y trata de robar la pelota. Y está, también, el compañero del propio equipo: que pasa la pelota demasiado fuerte, o demasiado alta, o demasiado atrás, o demasiado adelante, o que sencillamente tira un ladrillo, o encara al adversario y la pierde, o está cansado y no llega a tiempo, o está demasiado acelerado y se pasa. Y está, además, la pelota, que más allá de lo que los demás quieren que haga, hace inevitablemente lo que ella quiere.
Y todo esto, nada más, hablando de uno mismo, un compañero y un rival. Sólo tres de los diez que juegan a la pelota en esa canchita de pasto sintético con bolitas de goma que se te meten en los botines, abajo de la ropa y hasta más adentro también y uno las descubre cuando se baña y las putea, porque las odia a esas bolitas. Qué guachas que son.
A mí sólo me queda imaginar cómo escalan todas esas dificultades jugando fútbol profesional, once contra once, con miles de tipos sintiendo en carne propia las consecuencias de las elecciones que hace uno sobre el césped, y unos pocos que tal vez te apretan en el vestuario para que ganes, para que repartas la plata del premio con los barras. Compitiendo con tipos que saben jugar de verdad, que son profesionales: hacen esto por dinero y lo hacen así porque lo hacen muy bien. Quieren su sueldo, quieren jugar en Europa, quieren ser los mejores, quieren la gloria. Es, realmente, cansador hasta imaginar todas las variables que dificultan eso que dejó de ser un juego para ser un deporte para ser un trabajo. De verdad, no quedan dudas de que jugar al fútbol es muy difícil.
Y es cada vez más difícil, porque así como los atletas saltan cada vez más alto y corren más rápido, los futbolistas cada día presionan mejor, patean mejor, cambian de frente mejor, atajan mejor y son, todos en conjunto, cada día mejores.
Hasta que aparece, una vez cada varios años, uno que es diferente. Uno que se enfrenta a esa dificultad imposible de medir y, sencillamente, la hace polvo. Como si no le costara. Como si fuera fácil.
Con facilidad mete más goles que cualquier futbolista vivo o muerto, con facilidad juega más partidos y los gana todos, con facilidad encara rivales y récords por igual y a todos los deja atrás.
Yo lo vi. Al elegido de mi época lo vi detener el tiempo con la mirada para levantar la pelota medio metro porque el arquero del Arsenal salió como un tiro a tapar al piso. Lo vi atravesar la materia y pasar entre cuatro vascos para correr desde media cancha hasta el área y rematar al primer palo. Lo vi engañando al 6 del Bayern Munich sin moverse y dejarlo girando en el aire como un trompo. Lo vi meterla pegada al segundo palo desde afuera del área porque adentro estaba lleno de iraníes, y ya iban más de 90 minutos con el área llena de iraníes.
Y lo vi destruir, con paciencia, a su oposición. A los que le decían español, a los que le decían pechofrío, a los que le decían que se borraba en las finales, a los que decían que no siente la camiseta. Y lo vi, pero esto no lo supe ni siquiera mientras lo estaba viendo, deshacerse contra eso, hacerse uno solo con lo que tenía en contra. Como el indio del cuento de Kafka, que cabalga cada vez más rápido hacia el horizonte y se transforma en el caballo, y se transforma en la llanura.
No creo que él no sepa lo difícil que es lo que él hace. No creo que piense que jugar al fútbol es fácil, aunque con él parezca. Pero, si lo tuviera enfrente, se lo recordaría. Le diría: "Pasa que esto es muy difícil". "Ya sé", me diría sin duda. "Pero sin vos", quisiera contestarle, "sin vos es imposible, chabón".

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